30 agosto 2010

ANTE LA DUDA… ¡TIRA DEL CABLE!


30 de agosto de 2010. Corrían los felices diez y la cosa pintaba jodida. Quien más y quien menos había visto su trasero en peligro o, al menos, se lo había imaginado con una crisis, que mejor no recordarla ahora (ya nos la recordarán los chupópteros expertos en economía cuando provoquen la siguiente).

En lo personal, yo terminaba un largo periplo que me conducía exactamente al punto del que había partido. Madrid-Campiña Alta-Málaga-Nueva York-Oporto-Milán-Zaragoza-Oviedo-Sicilia-Campiña Alta-Madrid. Un año dando tumbos por varios rincones del planeta, para acabar en el mismo sitio y en la misma situación que hacía 12 meses. Solía pasar en aquellos felices diez que podías hacer casi lo que quisieses, que podías soñar pero sólo a cambio de hacerlo sólo un ratito. Luego preparabas la maleta y regresabas a casa (a la casa de tus padres, del arrendador o del banco, se entiende) con el fin de volver a enfrentarte con el mismo destino del que eras presa. Bueno, no exactamente, porque de forma inminente íbamos a ser testigos de lo que podríamos llamar una especie de milagro sociológico. En pocas semanas, en lugar de tener por delante un año menos de vida laboral, el conjunto de la población de nuestro tan querido país sería bendecido con dos años más de regalo. Como la reproducción de los panes y los peces pero en plan joputa.

El caso es que en aquellos días, en la Campiña Alta, descubrimos una posible vía a la felicidad. En la Era Digital, en los tiempos de la tecnología, la solución a buena parte de los problemas podían resumirse en tres palabras: “TIRAR DEL CABLE”. Tirando del cable uno podía acabar de una vez por todas con el insoportable ruido del vecino; podría protegerse contra la próxima mala noticia e incluso disminuir el consumo eléctrico o el recibo del teléfono. Los más radicales también veían en tirar del cable una potencial salida para nuestra abultada tasa de desempleo y para nuestro costosísimo Sistema de Protección Social [1], después de aplicar la medida (de manera muy juiciosa y selectiva, cómo no) sobre los ejemplares más débiles, que penosamente se restablecían en los hospitales públicos. Era por todos sabido que sin sacrificios no iríamos hacia ninguna parte.

La verdad es que el plan era una mierda. A estas alturas todos sabíamos que tirar del cable no resolvía nada, que era una conducta autoritaria, propia de especímenes primarios, más bien poco inteligentes y con rasgos de narcisista abocado al fracaso en su personalidad. Pero eran los felices diez y, aunque la cosa pintase fea, la disparatada historia de cómo una tal, llamémosle Manolita[2], decidió tirar del cable para demostrarle al mundo quien tenía la sartén por el mango nos hizo partirnos el pecho riendo durante buena parte del verano.

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[1] Para los realmente burros, como ya no existe, hacemos la excepción y explicamos que el Sistema de Protección Social consistía en que el Estado te quitaba una pasta todos los meses, mes tras mes, año tras año, y que sólo en caso de que cayeses en desgracia te devolvían una parte ridícula. ¿Por qué era tan costosísimo devolver a algunos una mínima parte de lo que nos quitaban a todos? ¡¡¡Tira del cable!!!

[2] Los felices diez prometen publicar muy pronto la historia de Manolita y sus dilemas eléctricos.