Pero había llegado el momento. Aquella mañana desbordados
por tanta alegría, miles de personas marchaban hacia la capital para mostrarle
al mundo con la mejor de sus sonrisas que eran tan, tan felices que no podían
aguantar ni un minuto más sin gritar al cielo y a los que manejan el cotarro, “¡Mira
tío, qué feliz soy! ¡Tanta felicidad que no me cabe en el pecho!”.
Que importará no tener dinero ni forma de conseguirlo si el
dinero no lo es todo.
Qué más da no encender la calefacción si lo importante, ya
se sabe, es el calor humano y ese, de momento, mi compañía eléctrica no ha
encontrado la manera de cortarlo.
Para queremos medicinas si la vida son dos días.
Para qué libros que leer si la mejor escuela dicen que es la
calle.
Para qué ropa nueva y comida cuando hay tanto que se tira. (De
esto habla por la tele un tipo bastante gordo, creo que es Ministro, así que
debe ser cierto).
Todo esto y mucho más, toda esta euforia era la que una
cadena inmensa de gente, procedente de aquí y de allá, de todas partes, venía a
compartir con todo aquel que quisiese escuchar aquella mañana. Todo esto o tal
vez no. Tal vez otra cosa. Pero eso, al fin y al cabo, qué más daba. Qué
importancia tenía si habíamos encontrado al fin la forma de plasmar sin muchas
más pretensiones aquello que rondaba nuestra cabeza desde hacía más de un año. En dos
palabras,
¡Vaya tela!
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