21 abril 2010

CARNE EN BARRA


A veces la felicidad mata. Un ejemplo, el payasito de las hamburguesas. Siempre contento y dando saltitos, siempre haciendo el gilipollas. Se pasea por las calles de todo el planeta sin perder por un instante la sonrisa. A nadie le gusta, a los niños les da miedo. A nadie le hace gracia y posiblemente huele mal, porque no se cambia de ropa el muy capullo. Pero ese payasito nunca deja de sonreír porque sabe perfectamente, que tarde o temprano acabará dándote por culo. Está completamente convencido de que antes o después terminarás saboreando su carne en barra.

En aquellos días ya conocíamos los efectos devastadores de la globalización económica. Sabíamos de las marcas que con artes mafiosas, colonizaban una manzana y obligaban a un pequeño restaurador a abandonar el negocio que había sido de su familia durante tres generaciones. Todos habíamos escuchado aquella leyenda urbana acerca de la niña que fue al dentista porque le dolía una muela y de cómo habían encontrado clavada en su encía la uña de una rata. También habíamos hablado de aquella película en que un tipo sobrevivía durante un mes a golpe de comida basura y terminaba al borde de la muerte.

Yo había vivido alguna de esas experiencias en primera persona. Nada del otro jueves. Una de las siervas del payaso que perdía un chicle en la freidora. Otra anfetamínica dependienta en Ibiza que estaba bizca de puesta que iba y se comía los mocos mientras esperaba mi bendita MacMierda.

Que yo era poco escrupuloso era cierto pero, remilgos al margen, el puto payaso tenía todas las cartas para ganar la partida. Me di cuenta una tarde haciendo una visita en el Hospital La Paz de Madrid. Me había dejado caer para conocer al nuevo hijo de un viejo amigo y al intentar comer algo, allí estaba. No quedaba forma de hincarle el diente a nada distinto a aquella puñetera carne plástico. Una idea gloriosa. Un restaurante de comida rápida a la puerta del mayor hospital de la ciudad. Mirando el asunto desde otro ángulo, tal vez tenía su lógica. Tal vez fuese necesario un hospital a la puerta de cada uno de aquellos surtidores de grasas trans.

Lo dicho, a veces la felicidad mata. Si nadie lo evitaba la década de los diez sería la del final de las gallinejas, de los callos con garbanzos y la morcilla. Nuestros hijos terminarían siendo los hijos del MALDITO PAYASO.

1 comentario:

JUANTXO LIZZARD dijo...

No necesitamos su grasa!!! Mientras nos queden las mollejas y los callos, los churros y la fabada; resistiremos al emporio de la grasa trans.

SUPERSIZETHEM