29 marzo 2010

GOMAS DE BORRAR


No sabría explicar cómo sucede, pero pasa que a veces sin habértelo propuesto cambias de código. Corrían los felices diez y en pocas horas embarcábamos rumbo a una Semana Santa en Milán.

Varios días atrás habíamos estado hablando del viaje, qué hacer, qué no hacer… y entonces surgió el asunto: “Pues, yo tengo que comprar una goma”. Me quedé bloqueado, ni frio, ni calor, no comprendía nada. Como si me hablase en japonés. Había cambiado de código.

Corrían los felices diez y eso nos convertía en el tipo de gente para quien la goma de borrar había sido algo ciertamente importante durante una etapa de su vida. Todo un signo de estatus. En mi etapa de mocoso con todas las perder, las gomas MILAN eran una especie de condena de la que no escaparía nunca. En las aulas de primaria se libraban cruentos duelos para dirimir quién tenía el mejor borrador, la caja de ceras más grande o los rotuladores menos Carioca. Así que un pringao con esa artillería, tenía poco que hacer. Llegué a odiar aquellos dos centímetros cuadrados que no olían a nada en particular y que perdían su forma al menor uso. Con esa cosa desgastada y llena de marcas tenía poco que hacer. ¡Si al menos fuese nueva! Pero una especie de atracción fatal me impulsaba a deslizar la punta del compás por su superficie en cuanto caía en mis manos, en un viaje al desastre sin retorno. En cinco minutos la goma estaba llena de agujeros, tenía grabadas las iniciales de vete a saber quién, que te gustaba pero no te hacía ni caso, o le faltaba un trozo. La cosa llegó a adquirir tintes autodestructivos y dramáticos y, debo confesar, sí, que en alguna ocasión llegué a comerme una para ver si había más suerte con la siguiente. Pero nada que hacer. Aquellos cuadraditos diabólicos parecían no terminarse nunca y el modelo 430 era el más barato del mercado. Detrás de cada soldado caído había un ejército dispuesto a sustituirle.

No sé como sucede, pero al final siempre cambias de código. Y ahora necesitaba pistas para acordarme de aquellas guerras sin cuartel y de mi otrora gomosa enemiga. Corrían los felices diez y me largaba a Milán, posiblemente a comprar gomas de borrar.